De viaje por las cárceles del estado español

Sábado, dos y media de la tarde. Recostado en la barra de un bar, tomando café, espero a mis desconocidos compañeros de viaje: a las siete tengo visita con un compañero preso, por pertenencia a ETA, en una cárcel del norte de Castilla, a cuatro horas en auto desde Bilbao. En contra de lo que dictan las leyes españolas, según las cuales todo preso tiene derecho a cumplir condena en el centro penitenciario más cercano a su habitual lugar de residencia, los más de ochocientos presos y presas políticos vascos se encuentran diseminados por toda la geografía francesa y española. Es la dispersión: política penitenciaria diseñada durante los gobiernos de Felipe González y avalada por el Partido Nacionalista Vasco (PNV) hasta fechas recientes. El supuesto fin, liberar a los presos de la disciplina de la organización, facilitando su reinserción, es, en la práctica, estrategia para quebrar la voluntad de presos y la unidad el Colectivo de Presos Políticos Vascos, amen de castigar a los allegados. Lejos quedaron los tiempos en que la gran mayoría de los presos se concentraban en cárceles de máxima seguridad, como Herrera de la Mancha. Entonces, familiares y amigos superaban las distancias, los gastos del viaje rentando micros de forma colectiva. Ahora, aquellos que tienen alguien en una misma cárcel  se organizan entre ellos: una persona por preso distribuye las visitas de éste a lo largo de un mes, eligiendo a los visitantes de una lista de diez personas autorizada por Instituciones Penitenciarias y que se renueva cada seis meses; más tarde, los coordinadores ponen en contacto a las visitas y éstas, dependiendo de quien tiene auto, pactan la forma en que se realizará el viaje. Cuando las distancias superan los 600 ó 700 kilómetros, es frecuente recurrir al alquiler de combis con chofer. Los gastos corren por cuenta de los viajeros. Familiares de muy avanzada edad –una gran parte de padres y madres- son por lo general apoyados económicamente por los organismos de solidaridad, como Askatasuna (Libertad; sucede a las Gestoras Pro Amnistía, ambas ilegalizadas por el juez Garzón al considerarlas parte de ETA). Los fondos proceden de aportaciones solidarias, venta de diferentes productos (remeras, prendedores, encendedores, CDs) y festivales de música, entre otros; todas estas actividades, en la actualidad, se ven dificultadas por su carácter ilegal: en Euskal Herria (EH, País Vasco) no sólo las ideas están criminalizadas, también lo está la solidaridad con los presos.

No siempre se da la circunstancia de que presos de una misma localidad, incluso localidades vecinas, se encuentren en una misma cárcel. En estos casos, hay un desplazamiento previo –de hasta hora y media- al punto de partida señalado. Hoy, hubo suerte: a pesar de que un único preso es de Bilbao, todas las visitas residimos allí. Tomo el café a pequeños sorbos. A mí alrededor, los parroquianos beben los consabidos vinos blancos, txakolí, del aperitivo, animados por la soleada mañana de primavera. Entra en el bar una pareja rondando los veinte y pico años; buscan con la mirada. Me acerco, les pregunto si van de viaje a Castilla: “¿Tú eres Alvaro?”, contestan; y se presentan: “Yo soy Gari”, dice un muchachote delgado, sonriente, de unos dos metros de alto, y, señalando a una muchacha rubia, también espigada, añade “y ésta es Irune”. De inmediato, una muchachita morena, de enormes ojos azules, abandona una mesa cercana: “Hola, soy Miren”, y, dirigiéndose a Gari, “¿Hable contigo por teléfono, verdad?”.  El auto enfila la autopista en dirección sur, en dirección a Burgos, “Tierras del Cid y cabeza de Castilla”. Gari, que trabaja a turnos en una fundición, nos habla del coche: “lo estrenamos hoy; lo compré usado a un amigo por menos de 6.000 euros”, dice satisfecho; “ha pasado todas las revisiones, el motor está en buen estado; eso sí, cuando alcanza los 120 kilómetros por hora tiembla como un platillo volante” y se reafirma en lo dicho pisando el acelerador. De pronto, precavido, pregunta: “Vosotros que habéis ido más veces, ¿sabéis si hay radares?”, y le explicamos que sí, pero más adelante, cuando la ruta deja el trazado sinuoso, propio de la complicada orografía de la EH atlántica, y se adentra en las interminables rectas del páramo castellano. Al fin y al cabo, la finalidad de los radares es más recaudatoria que otra cosa. Irune y Gari son de un pueblo situado a 30 kilómetros, pero obligados por el trabajo y los precios de la vivienda hubieron de salir de allí; se han hipotecado para más años de los que suman juntos para poder comprar un apartamento en un populoso barrio de Bilbao. Miren se casó con su novio de siempre antes de que lo encarcelarán: “así no tengo problemas para los vis a vis; con los certificados de convivencia siempre encuentran como fastidiarte”, nos explica. Estas visitas higiénicas, pueden darse con la pareja o la familia (vis íntimo o familiar), con una frecuencia de tres semanas y con una duración de entre una y cuatro horas, dependiendo de las disponibilidades del centro penitenciario y, evidentemente, de la buena o mala voluntad de los funcionarios, los boqueras, y sus superiores. Miren estudia, hace changas; vive en lo de los viejos. Gari se gira hacía mí, me pregunta si sé armar porros; me extiende una bolsita con algo de marihuana y hachís. Fumamos. En el cd La Polla Records, los RIP, Cicatriz, Hertzainak: viejos himnos punkies de los años ochenta; los jóvenes de ahora, el joven que fue hilvanados por la misma rebeldía sonora; en treinta años, se envejece, se pasa la adolescencia, se lucha; se comparten pitadas de marihuana dentro de un coche, a 120 por hora, cruzando interminables campos de trigo, ahora verdes. “Se agradece que haya llegado la primavera”, dice Miren, y empiezan las historias de viajes con niebla, con nieve, de visitas suspendidas, de accidentes: quince personas han muerto en este tipo de viajes en 20 años de dispersión; cientos los accidentes. No en vano estos trayectos solidarios suman, semanalmente, 529.485 kilómetros; como once vueltas al mundo, o ir a la Luna y dar una vuelta a su alrededor. El costo de estas más de 400.000 horas de viaje es de 700.000 dólares. Por semana, me permito recordar. Son las seis y cuarto cuando llegamos al pueblo más cercano a la cárcel. Entramos en un bar y pedimos unos cafés. El camarero bromea con nosotros; no hay animosidad alguna para con nosotros en los castellanos; somos un elemento más del paisaje. Pagamos, volvemos al coche.  A lo lejos, en mitad del páramo, los módulos de la prisión, presididos por un gigantesco panóptico. A un lado, cerca de la entrada, sin conseguir que los setos las oculten por completo, las viviendas de los guardiacárceles. Dejamos el coche en un pequeño estacionamiento con piso de gravilla. Nos dirigimos al primer control. Bajo la mirada indiferente de un guardia civil, un funcionario de prisiones comprueba nuestros datos documento en mano. Dejamos los objetos metálicos en un mostrador y pasamos por el detector de metales; una vez, dos veces, una tercera sin cinturón; bien, no hay más problema. Aprovechamos una recta de quinientos metros para fumar un pucho antes de entrar en el edificio. La bandera de España (una, grande y libre) y la de Castilla flanquean la entrada de un moderno edificio: es una de las cárceles de máxima seguridad inauguradas en los últimos diez años. Tres alturas, fachada revestida de ladrillo amarillo. Impoluto terrazo en los suelos; cristales blindados, barrotes, avisos y prohibiciones a la altura de nuestros ojos. Más documentos, más comprobaciones; un segundo arco detector de metales. La sala de espera, con sus bancos corridos, el teléfono que no va, los baños; el sol dibuja dameros sobre el piso ayudado por los barrotes de las ventanas. Charlamos con quienes van a visitar a los otros vascos: acá se encuentran, en los módulos para hombres, cinco presos políticos. Todos ellos comunican a la misma hora, en el último turno de visitas; como los de Al Qaeda. Media hora de espera: a las siete en punto un carcelero nos conduce a los locutorios; dos puertas de acero, un patio; muros de seis metros coronados por alambre de espino; cámaras de video.   La sala de los locutorios es muy similar a la de cualquier compañía de teléfonos. Amplia, poco iluminada. Las paredes de ésta son de un color rojo oscuro, muy diferente al verde terapéutico habitual. Cuarenta cabinas de un metro cuadrado dispuestas en dos filas paralelas; los presos acceden por su interior; nos señalan la cabina elegida. Los visitantes ocupamos nuestro lugar dentro de la cabina, frente al preso. Un grueso cristal blindado y dos filas de barrotes nos separan. Cualquier contacto físico es imposible. Para hablar debemos inclinarnos sobre una cavidad tapada con una placa metálica agujereada. El preso también. Más simple imposible: nada de teléfonos, nada de tecnología. Igual sucede con el magnetófono que el preso pone en marcha para grabar nuestra conversación. Así empieza la visita semanal de cuarenta minutos. Las cartas y las llamadas de teléfono también están intervenidas. Una carta de Bilbao demora un mes en llegar hasta el preso: de la prisión va a Madrid, donde es fotocopiada (y traducida si está escrita en vasco); vuelve a la prisión y el destinatario, al fin, puede leerla. La contestación tiene idéntico trato.  Mi amigo y yo nos saludamos. Fue en agosto cuando nos vimos por última vez. Son ya ocho años y medio dentro. Durante los dos primeros no fui autorizado a visitarle: “razones de seguridad”; la eterna respuesta a cualquier arbitrariedad perpetrada por Instituciones penitenciarias. Me dice que se enteró por la televisión del alto el fuego. Señalándome la grabadora añade que no va a hablar del tema: “ya sabes como son las cosas; cualquier cosa que digamos puede ser manipulado, y no vamos a seguirles el juego”. Es este un recurso profusamente utilizado por el Ministerio del Interior, en colaboración con medios como la COPE (Cadena de Ondas Populares; propiedad de la Conferencia Episcopal española) o el diario El mundo: publicar supuestas cartas, fragmentos fuera de contexto para embarrar la cancha a su antojo. “Una cosa si te voy a decir: no creo que los presos debamos tener prioridad en una hipotética negociación; EH tiene problemas más serios”, sentencia. Son muchos los sectores inmovilistas que reducirían todo contacto a la cuestión de los presos; más aun, haciendo gala de tremendo cinismo, hablan de conceder cuando se están refiriendo a cumplir su propia legalidad: la dispersión; la anulación de redenciones y el obligado cumplimiento de las penas completas; comunicaciones intervenidas; violación del derecho a estudiar o trabajar, a la atención sanitaria correcta; son algunos de los aspectos de la política penitenciaria española respecto a los vascos basados en la más flagrante ilegalidad. Y no se trata de esto: un pueblo no puede negociar en base a las consecuencias de un conflicto, sino en base a las razones que lo causaron.  En esta prisión hay cinco presos en los módulos de varones; tres se encuentran –como tantos otros y otras a lo largo de todo el estado español- en primer grado desde los atentados de Madrid, atribuidos a Al Qaeda: esto es, veinte horas en la celda, en la que comen, y cuatro de patio, a donde salen en grupos de tres, dos vascos y un árabe; otro está en segundo grado, el régimen normal; el quinto está aislado, sometido al artículo 75, con dos horas de patio y sin contacto con ninguno de los otros vascos. En la prisión, me relata, no hay posibilidad de estudiar, de hacer cursillos, de practicar deporte. Es una vida muy limitada para toda la población penitenciaria del estado español, que supera las 40.000 personas. Masificación, inadecuada asistencia sanitaria, alimentación deficiente. La historia de siempre.  Hablamos de la Argentina, de rugby (el Biarritz arrasa esta temporada), de la guerrilla maoísta del Nepal; de nuestra ciudad, nuestros amores; de cuando esté en la calle. Un funcionario, de modo muy cortés, me indica que los cuarenta minutos han transcurrido. No podemos abrazarnos: nos despedimos puño en alto; los demás presos también nos saludan. En silencio, cavilantes, emprendemos el camino de regreso. Es primavera, con suerte, pisándole podremos hacer tres cuartas partes del viaje con luz; seguimos con la suerte.  Armamos un porro. “Arkaitz estaba muy contento”, dice su joven esposa. Como otros presos jóvenes, que no vivieron dentro el anterior y fracasado proyecto negociador, el optimismo es manifiesto, lo identifican con un cambio en su situación. “Las cosas de palacio van despacio”, pienso para mis adentros. La guardia civil y las estaciones de servicio de Repsol salpican la vuelta. Imagino que, la próxima vez, veré las mieses amarillas; puede que estén ocultas por la nieve, tan común en los inviernos de la Meseta. Este sábado, todos los sábados, los domingos, cientos de vascos y vascas de todas las edades y condiciones, a pesar de los pesares, seguirán viajando a la Luna. ¿Quiénes son las víctimas? Pregunto.

Por Álvaro Hilario

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